1º premio. "Magia" de Sergio Reyes Puerta
Magia
El hombre se acercó despacio, misterioso. Llevaba las manos a la espalda y trataba de disimular una sonrisa. Sobre la cabeza de la pequeña, a lo lejos, divisó los quijotescos molinos de Mota del Cuervo. La laguna de Manjavacas, entretanto, refulgía apacible detrás de él, en aquella tranquila tarde de septiembre.
─Abuelo, ¿qué escondes ahí detrás?
El anciano la miró en silencio, sosteniendo el suspense. La niña había adivinado sus intenciones y él disfrutó de aquella demostración de inteligencia infantil.
─Llevo muchas cosas.
─¿Muchas cosas?
─Sí, muchas cosas.
─¿Y qué cosas son?
─Llevo vida. También llevo un largo viaje de Bielorrusia a África. Llevo las ilusiones de muchas personas por salvar a una especie amenazada. Y llevo, en fin, sueños que se hacen realidad con el esfuerzo de todos.
La pequeña abría cada vez más los ojos y la boca, emocionada con cada frase de su abuelo.
─¡Quiero verlo!
El hombre extendió su brazo y la avisó:
─¡Atenta! Como toda ilusión y como la mejor magia, será sólo un momento.
Entonces abrió la mano y apareció un carricerín cejudo. Este agitó su cabecita, ubicándose, y echó a volar mientras la pequeña daba enormes saltos de alegría alrededor de su abuelo
Sergio Reyes Puerta
2º premio: "Lección de arquitectura" de José A. Gago Martín
Lección de arquitectura
-Este año nada de playa, -dijo mi padre-. A Tierra de Campos, a casa de los abuelos.
En el pueblo hay que aclimatarse. Me canso de la bici, de patear el balón con otros chavales también desubicados, de comer helados a la sombra,…
Cuando el abuelo me propuso ir a avistar cejudos a la laguna de la Nava, me apunté sin dudarlo; cualquier novedad es bien recibida.
-Esto no es lo que era, -se quejó el abuelo al llegar-, a este paso nos cargamos la laguna. Y el planeta entero.
Mirar pájaros es cuestión de paciencia. Seguí al abuelo sigilosamente por la pasarela; sólo quedaba asomarse y esperar. Por suerte, conseguimos ver una pareja.
De regreso el abuelo me explicó que está en peligro.
-Si desaparece un pájaro tan pequeño, ni se va a notar, -le dije.
-Cada especie es necesaria, -continuó-, porque la naturaleza es un gran puzle donde cada pieza, por pequeña que sea, tiene su lugar.
Apiló piedras, unas encima de otras, con mucho cuidado.
-Coge la más pequeña que veas, -me dijo.
Cogí una, no mayor que una canica, y todo el montón se desmoronó.
-Ves, -dijo -, es cuestión de equilibrio, no de tamaño.
José A. Gago Martín
Carricerín de honor: "Linaje" de Ignacio Cañas Hernández
Linaje
La oscuridad era lo único que conocía. El instinto de supervivencia inundó mi sistema nervioso y me hizo avanzar. Sabía que tenía que salir de allí. Había llegado la hora.
Uno. Dos. Doce. Veintitrés. Finalmente, un crujido abrió, literalmente, un mundo nuevo. La luz bañó mi universo. Comencé a ver unas sombras ovaladas a mis lados. Sabía bien lo que eran. Mis hermanas, mis hermanos. Sonidos opacos retumbaban en mis semiformados oídos. Una sombra descendió rápidamente y ahí supe lo que era el miedo por primera vez. Sin embargo, una pequeña baya descendió por mi garganta y me sentí lleno de energía. Rrri. Rrri. El sonido de mi congénere, un joven carricerín cejudo, me hizo moverme y acabar con los restos de mi cárcel de calcio. Ante mí, la Laguna de Manjavacas se extendía en el horizonte como un sueño de una noche que nunca acaba. Ante mí, la vida me esperaba.
Ignacio Cañas Hernández
Carricerín de honor: "Metálico" de Juan Manuel Olivera Rodríguez
Metálico
Constancio Betagélido se levantó torcido aquella mañana. Pero se quitó con un gesto perezas y malos humores antes de meterse en la ducha. Salió animado para enfrentarse a la jornada de trabajo buscando metal en el desierto. Embutió su cuerpo enjuto en el mono gris, se puso las botas, los guantes y el casco hermético que le protegían de los cincuenta grados y de la radiación, y salió a la intemperie arenosa.
Caminó once horas al sol, sosteniendo con brazo firme su detector a la distancia idónea de tres centímetros del suelo. A la espalda cargaba la espuerta donde recogía los trozos de metal que desenterraba. Aquella zona estaba ya muy rebuscada, y al final del día volvió a su casa con muy pocas piezas tintineantes. Pensó que pronto debería irse con su casa portátil a otro desierto más virgen.
Aquella noche, duchado y en la cama, examinó cada trocito. Ninguno que destacase. Excepto quizás aquella anilla abrazada a lo que parecía un palito alargado. La desprendió con cuidadosamente, ojalá fuera una joya del pasado remoto, como otras que ya había encontrado. Con el visor ampliador pudo leer las inscripciones: Manjavacas – CUENCA, 19-8-2025 Carricerín cejudo con plumaje juvenil.
Juan Manuel Olivera Rodríguez
Carricerín de honor: "Lo extraordinario" de Beatriz Cárcamo Aboitiz
Lo extraordinario
Siempre pensó que la poesía está al alcance de cualquiera que se detenga un instante a fijarse en lo cotidiano. Que encontrar belleza en un charco después de la tormenta tenía mucho que ver con la emoción profunda que se siente después de leer un poema que, sin hablar de ti, habla de ti. Aseguraba que su interés por todo lo que lo normal tiene de extraordinario había ido creciendo a la par que su afición al pajareo. Cuando dejó de decir «mira ese pájaro» para decir «mira esa abubilla», por ejemplo, empezó a reconocer todos los mundos que se abrían ante ella.
Por eso, esa mañana de paseo en la laguna de La Nava supuso para ella un regalo, otra cosa más que agradecer al verano que se desvanecía ya, dulce y generoso, dejando paso a otras luces. Donde otros habrían visto un pajarillo anodino, ella vio un viajero infatigable. Cuando algunos nunca llegarían a interesarse por su nombre, ella lo saboreó: «carricerín cejudo», dieciséis letras, más que los gramos que pesaba, nombrando a la perfección a ese visitante extraordinario. Aguzó el oído, alzó sus prismáticos y se dejó llevar, una vez más, por la poesía del descubrimiento.
Beatriz Cárcamo Aboitiz